
El viento arrulla calmado rozando la tierra. La tarde es serena, anaranjada, tocada de una ligera y amarga desesperanza. Un sudor frío recorre su rostro, aferrándose a la barbilla en un último momento, para caer finalmente al vacío. Sus manos tiemblan, peligrando la caída del arma que soportan, y su cuerpo entero permanece en tensión, intentando mantener los sentidos en un estado imposible de lucidez. A la trinchera se acerca, de cuando en cuando, el eco de los sonidos de muerte que se están sucediendo a pocos metros.
Bajo una orden de ataque, sale a correr esquivando cadáveres de quienes nada tuvieron que ver con todo aquello. Se hace inmune a lo humano, y conmienza a cargar contra inocentes y contra culpables, que al fin y al cabo no son más que inocentes que cargan con el peso de la responsabilidad de otros. El olor a pólvora y muerte impregna el aire, las cenizas manchan la conciencia de aquellas marionetas mortuorias, y los gritos desgarrados quiebran los cristales de las almas corrompidas.
Las piernas apenas responden, la vista no alcanza a ver hasta donde va a parar la bala que debía atravesar otro cuerpo. Corre, intenta salvarse del horror, los nervios afloran, y no le da tiempo a sentir dolor, porque ya no siente. Otro cadaver flotando en aquel mar de muerte, que será condenado al escuadrón del olvido.
Mientras tanto, a miles de kilómetros, suena un teléfono. Unos dientes afilados de hiena responden a la llamada: supuestas malas noticias. El oro negro se ha cobrado otra vida. El monstruo deja ver su consternación, y acto seguido, al colgar, se enciende un habano, celebrando la satisfacción de la entrega de sus títeres en nombre del dinero, al que ha puesto el sobrenombre de paz.
