miércoles, 15 de junio de 2011

Otra playa.

Está atardeciendo, y la marea sube por momentos. Los últimos bañistas aprovechan los tintes naranjas del cielo, que se van atenuando y se dejan envolver en un aura azul marino. Las olas comienzan a aparecer, bulliciosas, creciendo por el camino y luciendo sus crestas. Todas quieren besar la arena, y sentirse parte de su estabilidad.

A lo lejos, sin que nadie repare en ella, una ola se queda agazapada, avanzando lentamente hacia el saliente rocoso y, tímida, asoma su cresta a la playa vecina. Sabe que no pertenece a ella, que allí hay otras olas. Pero está segura de que ninguna desea con tanta fuerza romper en aquella orilla, morir de placer empapando aquella arena. Y, como cada noche, vuelve a coger impulso, y vuelve a estrellarse con furia contra las rocas. No puede. No consigue atravesar esa barrera.

Y como cada noche, vuelve cabizbaja a alta mar, aguardando el momento en que vuelva a caer el telón del día, y pueda volver a intentar estar cerca de aquella playa.